Lo que hay de verdad en las bondades de la «dieta paleolítica»

Diálogo entre dos paleolíticos:

«Algo falla: nuestro aire es limpio, nuestra agua es pura, todos hacemos mucho ejercicio, todo lo que comemos es orgánico y natural, y así y todo nadie pasa de los 30»

 A lo largo de toda la prehistoria distintos grupos humanos se adaptaron a ambientes muy variados y sobrevivieron a lo largo de dos millones de años (y también se extinguieron localmente en muchos momentos), por lo que hablar de «dieta prehistórica» o «dieta paleolítica» única y simplemente carece de sentido.

El problema es que las distintas variedades de esa «dieta» que aparecen en muchos medios de comunicación actuales no se fundamentan en los datos científicos que tenemos hoy en día sobre la verdadera alimentación de esos grupos, cada vez más precisos, sino en ideas de una época en la que carecíamos de procedimientos para conocer sus contenidos y variedad. El principal mito ligado a estas ideas es el del «hombre cazador» (que de paso tiene unas notables connotaciones sexistas que hoy no se le escapan a nadie). Basta que echemos un vistazo a la iconografía sobre los pobladores de la Edad de la Piedra desde mediados del siglo XIX para comprobar el papel que se le viene atribuyendo a la caza como la forma esencial de obtención de alimento en la prehistoria remota.

Rara vez veremos escenas de aguerridos —o aguerridas— recolectoras de bayas y frutos secos, o familias en lucha desigual contra tubérculos y raíces. A lo sumo, y ya para los tardíos tiempos mesolíticos, podemos encontrarnos con hombres y mujeres recolectando moluscos marinos o pescando con redes y arpones a orillas de mares y lagos (lo que no deja de ser más aporte de proteína animal). Estas imágenes siguen muy vivas aún hoy entre nosotros, y aparte de minimizar el papel de las mujeres en las actividades productivas de aquellas sociedades, nos transmiten un abrumador predominio de la ingesta de carne.

Esto podía funcionar mientras no teníamos forma de saber qué comían en realidad los grupos de cazadores recolectores del pasado, como no fuera a través de la siempre limitada comparación con algunas comunidades descritas por viajeros y colonizadores, y más tarde por los antropólogos. Pero ellos conocieron sociedades casi siempre desplazadas a zonas marginales por formaciones sociales definidas por la producción de los alimentos a través de la agricultura y la ganadería, y con una estructura social muy diferente.

Por otro lado, en la inmensa mayoría de los yacimientos arqueológicos los huesos y dientes se conservan razonablemente bien, pero la madera y otros restos vegetales se descomponen rápidamente y pasan a ser invisibles. Es relativamente fácil, a partir de ese testimonio material, identificar especies de animales, contar huesos y calcular números de individuos cazados y pesos de carne procedente de distintas especies, pero prácticamente imposible hacer lo mismo con los alimentos de origen vegetal, cuya huella arqueológica directa es casi inexistente.

A pesar de ello, hoy en día tenemos varios instrumentos bastante precisos para determinar la verdadera dieta de nuestros ancestros de cualquier época, incluida la paleolítica: los tiempos han cambiado, y se han llevado por delante buena parte del mito. Somos lo que comemos, y eso afecta incluso a la única parte de nosotros que se suele conservar en los yacimientos arqueológicos habituales: el esqueleto. La composición de los huesos y dientes refleja lo que hemos comido, sobre todo en los últimos años de nuestra vida.

Miremos lo que nos cuenta un ejemplo paleolítico cercano: la Dama Roja de la Cueva del Mirón, en Ramales de la Victoria (Cantabria) nos ha dado abundante información nutricional como muestra de la alimentación en el Magdaleniense.

Loa análisis isotópicos preliminares de sus restos nos cuentan que la dieta de esta mujer se componía de aproximadamente un 80% de proteína animal de origen terrestre y un 20% de origen marino, y los valores algo elevados de nitrógeno señalan que la alimentación marina posiblemente tuviera que ver con el consumo de salmones, cuyos restos abundan en las ocupaciones de la cueva contemporáneas del enterramiento. El análisis de las estrías de desgaste de los dientes y muelas apunta a una presencia significativa de vegetales en la dieta, que podía llegar a representar la mitad del consumo de alimentos, así que nuestra Dama Roja parecía tener una alimentación bastante equilibrada.

Pero a veces una buena alimentación de adultos puede enmascarar una infancia de escasez y desnutrición. No fue el caso de la difunta, porque esas hambrunas infantiles quedan grabadas también en nuestra boca, bajo la forma de las llamadas líneas de hipoplasia dentaria, unos surcos que reflejan momentos de ralentización del desarrollo de los dientes por una alimentación deficiente.

En muchos pueblos primitivos es frecuente esta situación en el momento del destete, que supone un cambio radical en la manera de alimentarse, y nuestra aguerrida cazadora, pescadora y recolectora era, como toda la humanidad hasta el desarrollo de la ganadería en Europa, intolerante a la lactosa, así que no podía digerir la leche a partir del final de la lactancia. A pesar de ello, no tuvo problemas; sus dientes no muestran rastros de las líneas de hipoplasia, así que estuvo bien alimentada a lo largo de toda su vida desde la niñez.

No era muy cuidadosa con la higiene dental y tenía en algunas muelas capas de sarro, que mostraban restos de almidones procedentes de semillas o rizomas, fitolitos de herbáceas o gramíneas y, algo excepcional, restos de tejidos vegetales y esporas de setas, como boletos y agáricos (o sea, champiñones o similares). La cuestión de los almidones no es baladí: comparados con otros grandes simios, nuestra saliva contiene más amilasa, que nos permite transformar las moléculas de los almidones en azúcares que son un pilar de nuestra energía metabólica, así que nuestra adaptación evolutiva al consumo de granos y tubérculos viene de muy lejos.

Así que los paleolíticos cantábricos tenían una dieta variada, con un buen componente de vegetales y afines, pero sin despreciar un salmón a la brasa o una buena chuleta de ciervo: no todo era sufrir.

Manuel Ramón González Morales

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